La excusa era perfecta, el cumpleaños de mi hijo, su dieciocho cumpleaños.
La idea de su madre, yo la primera vez que lo mire me quedé con la boca abierta cuando me levantó la pata y soltó ese lastimoso miau. Me tocó la fibra.
El viaje hasta Montiel lo hizo en su cesta cubierta en el asiento de atrás, pero justo al llegar al pueblo lo pasamos al maletero. Estábamos preparando la sorpresa.
Fue en la cocina cuando mi hija se percató de la presencia de la cesta, y fue cuando comenzó a gritar de alegría imaginando el contenido, alegría que se tornó en llanto de emoción cuando vio salir a Sócrates, pequeña bola de pelo, persa zalamero y juguetón, de mirada que traspasa y enternece.
A veces, ¡que poco cuesta hacer feliz a un hijo!, pero faltaba la segunda sorpresa. Pusimos la cesta sobre la cama de Rubén y sobre ella una caja hueca forrada de papel de regalo, del más hortera, verde chillón y cuasi trasparente.
El hijo ya nos había advertido que no quería regalos, por lo que tuvimos que ayudarle a levantar la caja. Mereció la pena ver su cara, y volver a ver su cara cambiar cuando le dijimos que si no lo quería se podía devolver.
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