Se llama Antoñita y es una tinaja fantástica, obra y creación de Juan Padilla según consta la inscripción de su cuello.
Reposaba en el rincón de la cámara de la abuela hasta que surgió el flechazo, fue amor a primera vista, y sin ver su interior.
La tinaja vino a vivir a casa, pero fueron muchos los meses para sacar de su interior ese amasijo de aceitunas, no sé si fosilizadas, licuadas, pringosas y de un olor nauseabundo.
Desde 1995 presidió nuestro particular patio desde el rincón de la ombría, levemente inclinada y llena de buena tierra sobre la que hundían sus raíces verbenas sésiles de colores púrpuras, azuladas y lila claro.
Pero es ley de vida, los niños crecen, las nubes se levantan, que sí, que no que caiga una balón, que rompa el tinajón.
Fue un leve accidente que condujo a una mitosis no muy avanzada, se pudieron unir esos trozos sin mayor sobresalto y nuestra tinaja siguió presidiendo el patio desde su rincón.
El segundo accidente fue más complicado, la división fue más profunda y los trozos más pequeños, pero el empeño y una masa tan especial y cara hizo posible la unión en una nueva tinaja de vuelta a la vida.
Pero no hay dos sin tres y parecía que la tercera fuera la vencida. Toda la tinaja convertida en añicos, a cual más pequeño, salvo dos piezas junto al cuello y una más que se prolongaba hasta la panza. La pobre tinaja una caótica amalgama de trozos de barro, y mi cara un poema, una estupefacción que no daba crédito a lo que parecía el fin.
Pero algo en mi se negaba a aceptar la evidencia, a enterrar el desastre y decir adiós a algo tan familiar que nos había acompañado en los últimos años y que antes lo hizo con los abuelos.
Uno a uno recogí los trozos, los más pequeños en un cubo metálico y el resto en una canasta y se quedaron durante años esperando el momento, su tiempo, las ganas, la inspiración y el comienzo de la restauración, el volver a la vida.
Hoy la tinaja ya no preside nuestro patio particular que se moja como los demás. Hoy la tinaja no permanece inclinada para dejar caer las hojas y flores vistosas y delicadas.
Hoy la Tinaja permanece en un rincón de la galería, dominante y vigilante del patio que antaño presidió y que ahora en altura otea de reojo, bajo techo, palio que impide que la lluvia vuelva a complicar su estado.
Hoy la tinaja ha cambiado de color, un lino a la tiza que tapa las cicatrices de sus heridas, un leve tinte de Betún de Judea para dar mayor robustez y acentuar su morenez y todo ello protegido por una capa de barniz ultra mate.
En su interior se yergue un seco Onopordum nervosum, Cardo borriquero para los amigos, ya al pie de este las cuatro piezas sobrantes de la restauración, que no iba a ser único en el mundo aquel que desarmó el reloj y al volver a armarlo le sobraron piezas.
Y para coronar su sobria majestuosidad, un cristal trasparente a modo de tapa que permite ver su interior y que a la vez transforma la que fuera cubeta de aceitunas en sus comienzos y macetero en su madurez, en una mesa para la posteridad en la que será la última y longeva etapa de su vida.